San Miguel Arcángel pesando las almas en el Juicio Final

viernes, 15 de enero de 2016

Comulgar con fe y amor



Discípulo. — Dígame: Padre, ¿cuáles son las disposiciones para comulgar bien y con fruto?

Maestro. –– Primeramente, nunca debemos acercarnos a comulgar como autómatas, con frialdad, apatía o indiferencia, sino con devoción, fervorosos, rebosantes de fe y de grande amor. ¿Acaso este Sacramento no es el Misterium fidei, el misterio de Fe por excelencia? Sí, es misterio de fe porque creemos en él en contra de nuestros sentidos, que no ven en la Hostia blanca y pura más que el pan, en el cáliz otra cosa que vino, sintiendo el sabor, olor y tacto de pan y de vino.

Pero si, efectivamente y con la mayor firmeza, creemos que en la Santísima Eucaristía está presente real y verdaderamente Jesucristo, verdadero Dios, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, y creemos que al ir a comulgar recibimos en verdad a este Dios, que entra en nosotros y se hace uno con nosotros, ¿qué sentimientos y afectos deberemos llevar, tener, sentir? ¿Qué alegría no experimentaremos? ¿Qué esperanzas de consuelo y de protección? ¿Cuál no deberá ser la profundidad de nuestra voluntad y devoción al recibirlo? ¿Con qué anhelo no suspiraremos por El, invocándole, suplicándole y dándole gracias?

Léese en la Vida de San Felipe Neri que empleaba el mayor tiempo posible para la celebración de la Santa Misa y para dar gracias, y que frecuentemente despedía al monaguillo después de la Consagración con estas palabras: —Vete, ya volverás dentro de una o dos horas, cuando yo te llame. Y entretanto se comunicaba con Jesús, Hostia viviente en el Altar, por largo tiempo y en íntima conversación, como un amigo con su amigo más entrañable.

D. —Yo también, Padre, he oído hablar y contar lo mismo de algunos santos, que, celebrando la Misa, en el momento de la Consagración y de la Comunión, veían y sentían visiblemente a Jesucristo, como le sucedió muchas veces al Beato Juan de Ribera, al Beato Eymard, a San José Cottolengo, a San Juan Bosco y a muchos otros.

M.— Sin contar los sacerdotes, es muy cierto que muchos otros, como Santa Teresa de Jesús, Santa Teresita del Niño Jesús, San Luis Gonzaga, el Siervo de Dios, Domingo Savio, etc., etc., con frecuencia quedaban arrobados, en éxtasis, después de comulgar, y al volver en sí de este suavísimo sueño, se sentían rebosar de Jesús y de sus divinos consuelos.

D. — ¡Ah, sí me lo concediera el Señor a mí alguna vez!

M. –– Sí, te lo puede conceder, pues ¿quién es capaz de contar el número de almas a quienes Jesús se ha manifestado de esta manera sensible y real? Habiendo fe y amor, existe también el milagro.

D. — Padre, por lo que toca a la fe, creo tenerla, pues estoy firmemente convencido de estas grandes verdades; pero en cuanto al amor no me basta todavía. Dígame algo sobre él.

M. — Santo Tomás de Aquino, serafín de amor, dice que debemos acercarnos a comulgar con el mismo impulso con que se precipita la abeja sobre la flor para libar el polen que después convierte en dulcísima miel; con la misma ansiedad con la que, calenturiento, se lanza uno sobre el agua para calmar su sed; con la impetuosidad con que el niño se pega al pecho de su madre para chupar la leche que ha de convertir en su sustancia. El amor es un fuego que todo lo abraza. Si amáramos de veras a Jesús, desearíamos recibirlo con más ardor, y frecuentaríamos más la Sagrada Comunión. “El amor no es amado”, decía Santa Teresa derretida en lágrimas.

D. –– ¡Oh Padre, qué cosas tan hermosas! Pero prácticamente, ¿qué hay que hacer para sentir ese amor y esa fe?

M. — Es cuestión de acostumbrarse, pues se consigue poniendo sumo empeño y esforzando mucho la buena voluntad. O mejor, es cosa de hacerse siempre niños, considerar la Comunión como la leche que debe darnos la vida, el crecimiento, la robustez, la perfección, la santificación y la divinización. En vez de en el niño, pensemos en el pobre que pide al rico, en el enfermo que pide la salud al médico, en el náufrago que demanda ayuda y salvación.

Hace algunos años asistí a un enfermo muy grave, que no cesaba de pedir viniera el médico. Cuando éste llegó, inmediatamente exclamó: “Doctor, ¡no me deje morir! ¡No me deje morir!” Este grito de angustia expresaba la confianza sin límites que este pobre enfermo había depositado en el médico y el favor que le pedía de curar sus males. Nosotros somos los necesitados de siempre, los enfermos de todas horas; necesitamos constantemente la Eucaristía, que es el tesoro inagotable, la medicina y el bálsamo divino: acerquémonos a la Comunión y repitamos también nosotros la súplica de aquel moribundo: — ¡Jesús, no me dejéis morir! ¡Haced que viva para amaros siempre y más y más!

En todas las peregrinaciones que continuamente se hacen a Lourdes desde hace casi noventa años, por ser la ciudad del milagro, se celebra una función especial, que consiste en bendecir a los enfermos con el Santísimo, llevado por uno de los señores Obispos allí presentes.

Siempre se desarrollan escenas de fe y de amor. Miles y miles de fieles, postrados de rodillas, lloviendo o bajo un sol canicular, no cesan de gritar: ¡Jesucristo, tened piedad de nosotros! ¡Jesús, haced que vea! ¡Haced que oiga! ¡Haced que ande! ¡Haced que sane!

Espectáculo por demás conmovedor, al que nadie puede asistir sin extremos de fe y sin derramar lágrimas. La oración brota espontánea de los labios, nace impetuosa, atronando el espacio, capaz por sí sola de ablandar los corazones más duros, y que cada vez es seguida de los más estruendosos milagros.

Pues bien, cuando asistimos a la Santa Misa y nos acercamos a comulgar, acordémonos de Lourdes, y lancemos con todo el ardor de nuestro espíritu estas mismas invocaciones de fe, de esperanza y de amor.

D. — Entonces podríamos decir en verdad que nuestras Comuniones fructifican y son muy agradables a Jesucristo.

M. –– Serían tal como Jesucristo las quiere y como deben ser siempre: obradoras de milagros.

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