San Miguel Arcángel pesando las almas en el Juicio Final

martes, 1 de diciembre de 2015

El Infierno (Parte V)



LA PENA DE SENTIDO

   A la pena de daño se añade, en el infierno, una pena de sentido, por la que el alma, e incluso el cuerpo después de la resurrección final, serán atormentados.
   Hablaremos de la existencia de esta pena, de lo que ella es según la Escritura, de la naturaleza del fuego del infierno y de su modo de obrar.

Existencia de esa pena. Lo que es según la Escritura.

   Es claramente afirmada en el Evangelio (Math., X, 28): “Temed más bien a Aquel que puede perder alma y cuerpo en la Gehenna)”. Igualmente, en San Lucas, XII, 53; Math., V, 29, XVIII, 19; Marc., IX, 42, 46.

   La existencia de esta pena, unida a la otra, se explica, como dice Santo Tomás, porque por el pecado mortal el hombre no sólo se aleja de Dios, sino que se vuelve hacia un bien creado que prefiere a Dios: el pecado mortal viene así a merecer una doble pena: la privación de Dios y la aflicción que proviene de la criatura. Y se comprende también que el cuerpo, que ha concurrido a cometer el pecado y gozado en el pecado el placer prohibido, tenga que participar en la pena con que el alma es afligida. Esto acontecerá, según la Revelación, después de la resurrección general.

   ¿En qué consiste la pena de sentido? La Sagrada Escritura nos lo dice al describir el infierno como una prisión tenebrosa, en la que los condenados se ven encadenados; lugar de llanto y rechinar de dientes. En otros lugares habla también de un lago de fuego y azufre. En estas descripciones, se repiten dos ideas íntimamente relacionadas entre sí: la de una cárcel eternamente cerrada y la de la pena del fuego; los teólogos insisten tanto sobre la una como sobre la otra, ya que se ilustran recíprocamente. Se lee en San Mateo (XX, 13): “El rey dice a sus servidores: Atadles de pies y manos y arrojadlos a las tinieblas exteriores; allí será el llanto y el crujir de dientes.” Con frecuencia se habla en el mismo Evangelio “de la Gehenna de fuego” (Math., V, 22; XVIII, 9, 40, 50) y del fuego eterno, inextinguible, que atormenta a los condenados (Math., XVIII, 8; Marc., IX, 42).

El fuego del infierno ¿es metafórico?

   La doctrina común de los Padres y de los teólogos es que este fuego es un fuego real. Se funda en el principio de que en la interpretación de la Sagrada Escritura no se debe recurrir al sentido figurado más que cuando el contexto u otros indicios más claros excluyen el significado literal; o bien cuando éste se manifiesta como imposible. Ahora bien, nada de eso, como lo muestra ampliamente A. Michel en el D. T. C: Fuego del Infierno, col. 2.198 y siguientes. En particular, el sentido literal aparece claro en San Mateo, XXV, 41: “Alejaos de Mí, al fuego eterno preparado para Satanás y, sus ángeles.” Todo el contexto exige una interpretación realista: id al fuego real, como los buenos irán a la vida eterna; al fuego preparado para Satanás y sus ángeles. Además, Jesús (Math., X, 28) atribuye al fuego no sólo el suplicio de las almas réprobas, sino también de los cuerpos (Cf. Marcos, IX, 42, 48; Math., V, 22; XVIII, 9). También los Apóstoles hablan del fuego eterno con el mismo realismo (II, Tessal., I, 8; Jac., III, 6; Jud., VII, 23). San Pedro propone como tipo de los castigos futuros el fuego del Cielo llovido sobre Sodoma y Gomorra (II, S. Pedro, II, 6; Jud., VII). La interpretación metafórica, suponiendo que el fuego, como el dolor o el remordimiento, no sea más que un estado penoso del alma, va contra el sentido obvio de los textos escriturarios y de la tradición.
   Los Padres, con la sola excepción de Orígenes y de sus discípulos, hablan casi siempre de un fuego real, que comparan al fuego terrestre, y, a veces, también de un fuego corporal. Particularmente afirman esto San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Agustín, San Gregorio el Grande. A. Michel, examina detenidamente sus textos y concluye (col. 2.207): “Cuando los Padres afirman simplemente la creencia tradicional, hablan sin vacilación del fuego del infierno. Pero cuando se les presenta la difícil cuestión del modo de obrar del fuego en los espíritus, se sorprende una vacilación en su pensamiento.”
   En cuanto a la naturaleza de este fuego real, Santo Tomás (Suppl., q. 97, a. 5 y 6) estima y piensa que es un fuego corpóreo de la misma naturaleza que el fuego terrestre, pero que difiere de él accidentalmente, ya que no necesita ser alimentado con sustancias extrañas: es oscuro, sin llama ni humo, durará siempre y quemará los cuerpos sin destruirlos. Se diría hoy que el calor en una sustancia corpórea es el resultado de vibraciones moleculares aptas para producir una sensación continua de quemaduras. *Se lee en la vida de S. Catalina de Ricci que se ofreció a sufrir en lugar de un difunto, durante cuarenta días, el fuego del Purgatorio. Nadie la veía, pero una novicia, habiéndole tocado casualmente la mano, gritó: “¡Madre mía, quemáis!”—“Sí, por cierto, hija mía”, respondió la Santa.

Cómo obra el fuego del infierno


   ¿Cómo puede este fuego corpóreo producir sus efectos sobre un alma separada del cuerpo y sobre espíritus puros como los demonios? Los teólogos responden comúnmente: el fuego puede hacer eso sólo en calidad de instrumento de la justicia divina, como obran (por ejemplo) los Sacramentos; el agua del Bautismo produce en el alma un efecto espiritual, que es la gracia. Los que han despreciado los Sacramentos, instrumentos de la misericordia divina, sufren a causa de los instrumentos de la justicia divina.

   Los teólogos se dividen, igual que para los Sacramentos, en dos grupos, según que admiten una causalidad instrumental física o sólo una causalidad moral. La causa moral, como la plegaria que dirigimos a alguno para impulsarle a obrar, no produce el efecto deseado, sino que imprime solamente en el agente un impulso que le hace capaz de obrar en el sentido deseado. Si no fuese así, el fuego del infierno no produciría directamente el efecto que le es atribuido; semejante efecto sería producido únicamente por Dios.

   Los tomistas y muchos otros teólogos admiten a este propósito, como para los Sacramentos, una causalidad instrumental física del fuego del infierno sobre el alma de los condenados. Pero lo difícil es explicar su modo de acción. Santo Tomás y sus mejores comentaristas (Contra Gentes, IV, c. 90; II, Suppl. q. 70, a. 33) admiten que el fuego del infierno recibe de Dios la virtud de atormentar a los espíritus réprobos impidiéndoles obrar donde quieren y como quieren.  Existe por el fuego como un vínculo que les impide obrar, algo como lo que le acontece a una persona paralítica, o al que sufre confusión mental a consecuencia de una intoxicación. Además, los condenados reciben la humillación de verse sujetos a un elemento corpóreo, estando como están tan pagados de su inmaterialidad.

   Semejante explicación armoniza con los textos de la Sagrada Escritura, que describen el infierno como una cárcel en que los condenados son encerrados a su pesar (Jud., VI; II, Petr., II, 4; Apoc., XX, 2).

   Santo Tomás piensa que el fuego no influye en el espíritu para alterarlo, sino para impedirle obrar como quisiera. Muchos teólogos se han adherido a Santo Tomás; es muy difícil ir más allá en la explicación de este misterioso modo de obrar.

   Y finalmente, ¿cómo es posible que el fuego infernal pueda quemar, después de la resurrección general, los cuerpos de los condenados sin consumirlos? La Tradición y la S. Escritura (Daniel, XII, 2; Math., XVIII, 8-9; Marc., IX, 29, 49) afirman la incorruptibilidad del cuerpo de los condenados. Santo Tomás piensa que estos cuerpos, hechos incorruptibles, sufren de un modo especial sin ser alterados, como, por ejemplo, sufre el oído al escuchar una voz estridente, como el gusto padece con un sabor excesivamente agrio.

   Siempre será difícil explicar el modo de obrar de este fuego, pero ésta no es razón suficiente para negar la posibilidad y la realidad de su acción, afirmada por la Revelación cristiana. Ya, en el orden natural, resulta difícil explicar cómo producen en nosotros los objetos exteriores una impresión, una representación de orden psicológico que sobrepasa la materia bruta; no es, pues, sorprendente que los efectos preternaturales que se producen, según la Revelación, en la otra vida, sean aún de más difícil explicación.

   Por lo demás, la pena de sentido, como lo afirma la tradición, no es lo más importante; lo esencial en la condenación es la privación de Dios, el inmenso vacío que causa en el alma, vacío que manifiesta, por contraste, la plenitud de la vida eterna que a todos nos espera. De ahí derivan para nosotros las grandes lecciones de la otra vida, de la que ésta debe ser el preludio. De ahí el inmenso valor del tiempo del mérito, respecto a la eternidad bienaventurada, que espera ser conquistada.

   En la Revista La Vie Spirituelle (Dic. 1942, p. 435), art. Las dos llamas, el P. Tomás Dehau escribía a propósito de las palabras del mal rico de la parábola evangélica, crucior in hac flamma (Luc. XVI, 24):
   “El mal rico en el fondo del infierno está, por decirlo así, crucificado al mundo del Cielo; este mundo de la bienaventuranza y de la paz es inaccesible, está cerrado para él... Esta idea de atroz crucifixión infernal la encontraréis expresada en La Divina Comedia. Dante, recorriendo aquellas oscuras moradas, descubrió a Caifás crucificado en tierra con tres estacas y envuelto en llamas: he ahí una crucifixión en medio de las llamas, crucior in hac flamma. Y este fuego es simultáneamente hielo, porque los condenados son incapaces de amor. Satanás, sepultado completamente en el hielo de lo profundo del infierno... es el que no ama. En el otro polo del mundo está el Corazón de N. S. Jesucristo. Infinitamente lejos de esta terrorífica región, en la cima más alta de las regiones del más allá, el Corazón de Cristo nos aparece también. Envuelto también El en llamas y coronado de espinas. Abajo, la sangre, las lágrimas de sangre que gotea, y en lo alto, la llama... Sí, la llama todavía... “crucior in hac flamma”... Desde el primer instante de su existencia, ingrediens mundum, estaba esta llama en medio de su corazón, llama y herida de amor.”

   De este modo, esta misteriosa frase: crucior in hac flamma, gritada en el fondo del infierno entre los réprobos, es murmurada en el Cielo, en sentido diametralmente opuesto, por Corazón adorable de Jesús. Evidentemente El en el Cielo ya no sufre más; pero todo lo que quedaba de perfección en su sufrimiento terreno continúa subsistiendo eminentemente en su inmortal amor.


“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”

R. P. Garrigou-Lagrange O.P.

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