San Miguel Arcángel pesando las almas en el Juicio Final

martes, 1 de diciembre de 2015

El Infierno (Parte IV-b)



La contradicción interior y el odio a Dios.

   Aún más. El alma del pecador obstinado se halla inclinada aún, por su naturaleza, a amar, más que a sí misma, a Dios, autor de su vida natural, como la mano ama al cuerpo más que a sí misma e instintivamente interviene para preservarlo Cf. Santo Tomás, I, q. 60, a. 4. Ad. 5; II, II, q, 26. Esta inclinación natural, al venir de Dios, autor de la naturaleza, es recta: atenuada, sin duda, por el pecado, subsiste sin embargo aún en el condenado, como la naturaleza del alma, como el amor de la vida. El Padre Monsabré, en la conferencia citada, dice: “El condenado ama a Dios porque tiene hambre de Él, lo ama para hartarse de Él.” Pero, por otra parte, tiene horror de Dios, justo juez que le reprueba; tiene hacia El una aversión que deriva de su pecado mortal sin arrepentimiento, del que sigue prisionero; sigue juzgando según sus perversas tendencias que no cambiarán jamás; no sólo ha perdido la caridad, sino que tiene odio a Dios; se ve lacerado por una contradicción interior: impulsado aún hacia Dios como hacia el manantial de su vida natural, detesta a Dios, justo juez, y expresa su ira con la blasfemia. El Evangelio dice repetidamente, hablando del infierno: “Donde hay llanto y rechinar de dientes” Math. VII, 42-50; XXII, 13; Luc. VIII, 18.

   Los condenados, que conocen por ininterrumpida experiencia los efectos de la justicia divina, odian a Dios. Santa Teresa define al demonio como “el que no ama”. Lo mismo se puede decir de los fariseos obstinados, en quienes se ve realizada la sentencia de Jesús: “Moriréis en vuestro pecado” (Jo., VIII, 21). Este odio a Dios manifiesta la depravación total de la voluntad Cfr. D. T. C., art. Infierno, col. 106. Los condenados están continuamente en acto de pecar, aun cuando estos actos no sean ya demeritorios, ya que el término del mérito y del demérito está ya superado.

La desesperación sin tregua.

   Tal es, en los condenados, la espantosa consecuencia de la pérdida eterna de todo bien. Los condenados comprenden que lo han perdido todo para siempre y por su culpa. El libro de la Sabiduría (V, 1- 16) lo dice claramente: “Entonces el justo estará con gran seguridad frente a los que le han perseguido... A su vista, los malvados serán presa de terrible espanto, y, fuera de sí por su inesperada salvación, y gimiendo, se dirán unos a otros: “He ahí al que era objeto de nuestros escarnios y de nuestros ultrajes... Helo ahí, contado entre los hijos de Dios, y su porción es entre los Santos. Hemos, pues, errado al caminar fuera del camino de la verdad, y la luz de la justicia no ha brillado sobre nosotros. Nos hemos ahitado a lo largo del camino de la perdición. ¿De qué nos ha servido el orgullo? Hemos sido fulminados en medio de nuestra iniquidad;” Toda felicidad está perdida para siempre.

   El colmo de la desesperación en los condenados es la insufrible sed natural de una felicidad que no pueden alcanzar jamás. Desearían, al menos, la terminación de sus males, pero este fin no llegará jamás. Si de una montaña se extrajese cada año una piedrecita, vendría un día en que la montaña dejaría de existir, porque sus dimensiones tienen un límite, mientras que para los condenados la sucesión de los siglos no tendrá fin.

El perpetuo remordimiento sin arrepentimiento alguno.


   Es el perpetuo remordimiento que viene de la voz de la conciencia; ésta no cesa de acosarle. El condenado rehusó escucharla cuando aún era tiempo: y ella se lo reprocha incesantemente. En efecto, la inteligencia no puede destruir en sí misma los primeros principios del orden moral, la distinción entre el bien y el mal. El remordimiento mismo es una confirmación de esto  Cf. I, II, q. 85, a. 2, a 3: “También en los condenados subsiste la natural inclinación a la virtud; de lo contrario no habría en ellos remordimiento de conciencia.”. La conciencia del condenado le recuerda las culpas cometidas, su gravedad y la impenitencia final que ha colmado la medida. Santo Tomás explica así el gusano roedor de que habla la Sagrada escritura (Marc. IX, 43: vernis eorum non moritur) y la Tradición (Cf. Contra Gentes, IV, c. 89; De Veritati, q. 16, a. 3): “La sindéresis no se extingue”. —«Es imposible que, en general, se extinga el juicio de la sindéresis; pero en las operaciones particulares, se extingue cada vez que se peca al elegir.”.

   Le repite la sentencia del Señor: “Tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber”; les recuerda su ingratitud hacia los beneficios de Dios. De ahí el remordimiento que no tendrá nunca tregua.

   Pero el condenado es incapaz de cambiar su remordimiento en arrepentimiento, sus torturas en expiaciones.

   Como explica Santo Tomás explica deplora su pecado no como culpa, sino sólo como causa de sus sufrimientos; sigue prisionero de su pecado y juzga prácticamente según el desorden permanente de la inclinación.     Por tanto, el condenado es incapaz de contrición, e incluso de atrición, ya que ésta presupone la esperanza e impulsa hacia la obediencia y la humildad. La Sangre de Cristo no desciende ya sobre el condenado para hacer de su corazón “un corazón contrito y humillado”. Como dice la Liturgia del Oficio de Difuntos, “in inferno nulla est redemptio”. Hay, pues, una distancia desmedida entre el remordimiento que hubo y permaneció en el alma de Judas, y el arrepentimiento. El remordimiento tortura; el arrepentimiento libera y canta ya la gloria de Dios. “El pecador obstinado—dice el P. Lacordaire (conferencia de Nuestra Señora)—no se vuelve a Dios para implorarle, porque le es rehusada la gracia; y la gracia se le rehúsa porque ya sería el perdón, el perdón que él ha despreciado y que no quiere ni aun en el abismo en que ha caído... Arroja contra Dios todo lo que ve, todo lo que sabe, todo lo que siente. Precisaría, pues, que Dios viniese a él a su pesar, y que esta alma pasase sin arrepentimiento del odio y de la blasfemia al abrazo íntimo del amor divino. ¿Y habría derecho a eso? ¡Los cielos se abrirían para Nerón lo mismo que para San Luis, con la diferencia de que Nerón entraría más tarde, por haber tenido tiempo para coronar la impenitencia de la vida con la impenitencia de su expiación!”  “Se leen en el primero de los Tres Retiros progresivos del Rev. P. Cormier, que fué general de los Dominicos, muerto en olor de santidad, estas reflexiones sobre el Religioso que ha fracasado en la finalidad suprema de su vida, o sobre el “Infierno del Religioso”. “Este desgraciado había adquirido y conservado una capacidad, una inclinación mayor que los cristianos ordinarios para poseer a Dios. Dios había puesto en su naturaleza aptitudes mayores, como requeridas por su vocación religiosa. Pero precisamente semejantes aptitudes, en el religioso condenado, se vuelven necesaria e implacablemente contra él. Su corazón experimentará un vacío más profundo, que le atormentará inexorablemente. ¡Cual hambre devoradora que nada podrá saciar! Recordará los días, las horas, los años de fervor, que le hicieron pregustar el cielo. ¡Qué contraste! ¡Qué desgarrarse el alma! Dirá: ¡Oh hermoso Paraíso que creía seguro, te has perdido para mí! Experimentará más vergüenza que los demás condenados, por su perversidad y condenación, y no podrá ocultar con embustes y sacrilegios su caída. Su doblez y bajeza aparecerán bajo una luz irrefragable. Se sentirá rebelado contra Dios con un odio más terrible que los demás condenados, porque el corazón más inclinado al amor es también más capaz de odio, no siendo éste otra cosa que un amor contrariado, convertido en aversión. Y este odio se traducirá en blasfemias contra todo lo que habrá amado más.”

El odio al prójimo.

   A todo cuanto de horroroso hemos dicho acerca del condenado en relación con Dios se añade, en su alma, el odio al prójimo. Mientras los bienaventurados se aman unos a otros como hijos de Dios, los condenados se odian mutuamente con un odio que les aísla y separa cruelmente. En el infierno no hay ya amor. Cada uno querría, por envidia, que todos los hombres y todos los ángeles estuviesen condenados S. Tomás, Suppl., q. 93, a. 4., pero envidian menos a los elegidos que les estuvieron unidos con los lazos de la sangre.

   Eternamente descontentos de todo y de sí mismos, los réprobos querrían no existir; no ya porque deseasen la pérdida de la existencia por sí misma, sino para dejar de sufrir. En este sentido dice Jesús a Judas: «Mejor le era no haber nacido» (Math., XXVI, 24).

   El pecador obstinado comprende su inmensa desgracia, pero no excita la piedad, porque no tiene ningún deseo de redención; su corazón está lleno de una indecible cólera que se traduce en blasfemias: “Dentibus suis fremet et tabescet, desiderium peccatum peribit” (Salmo LXI). Rechina los dientes y brama de horror, todos sus deseos están heridos de muerte. La tradición les aplica esta sentencia del salmo (Ps., LXXIII, 23): “Superbia eorurn qui te oderunt, ascendit Semper”: su orgullo, sin hacerse más intenso, produce siempre nuevos efectos. Ha negado el Bien supremo y encuentra el supremo dolor; le ha negado libremente y para siempre, y ha encontrado la desdicha y la desesperación sin tregua. Es justo.

   Sin duda que el castigo tiene diversos grados, según la importancia de los pecados cometidos, pero de todos los condenados hay que decir: “Es terrible caer en las manos de Dios vivo”, cuyo amor se ha despreciado (Hebr., X, 31). San Agustín dice a este propósito: el condenado no vive, no está muerto, muere sin tregua, ya que está alejado para siempre de Dios, autor de la vida.

   Santo Tomás dice también que los condenados están colmados de miseria: ad summum malorum pervenerunt, allí donde ni siquiera es posible desmerecer, porque se está entonces más allá del mérito y del demérito. Al modo como los bienaventurados, aunque libres, no pueden ya merecer, los condenados, aun libres, no pueden ya desmerecer: no son ya peregrinos hacia la eternidad feliz; la han perdido por su culpa.
   Semejante estado es un abismo dé miseria, aun considerando únicamente la pena de daño, que es la principal; abismo de miseria inenarrable lo mismo que la gloria cuya privación es: miseria tanto más grande cuanto grande es la posesión de Dios eternamente perdido.

   Este estado muestra también, por contraste, y en un grado abisal, el valor inmenso de la vida eterna o de la visión beatífica y de todos los bienes que de ella dimanan. Para apreciar todo lo que han perdido los condenados, sería preciso haber obtenido lo que ellos no han obtenido: la visión inmediata de la esencia divina. Haría falta haber poseído a Dios y haberlo amado con la plenitud y el gozo sin tasa que sólo se dan en el cielo. Del mismo modo, sólo conocen bien la desgracia que es perder la fe los que poseen una fe viva, firme, inconmovible, y por la que se sienten sostenidos en medio de las mayores dificultades.



“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”
R. Garrigou-Lagrange O.P.

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