San Miguel Arcángel pesando las almas en el Juicio Final

martes, 1 de diciembre de 2015

El Infierno (Parte II)


Razones teológicas de la eternidad de las penas

   Hemos visto el progreso de la Revelación acerca de las penas del infierno. Según muchos teólogos, es muy probable que sólo los pecadores inveterados y empedernidos en la vida presente vayan al infierno (cf. II Petr., III, 9), porque “el Señor es paciente con nosotros, y no quiere que nadie perezca, sino que todos vuelvan a penitencia”.

   Conviene, en primer lugar, considerar la razón de las penas ultraterrenas y, luego, la razón de la eternidad de las penas del infierno.

   Ante todo, la justicia de Dios exige que los pecados no expiados en esta vida sean castigados en la otra. Como Juez Soberano de vivos y muertos, Dios se debe a sí mismo el dar a cada cual según sus obras. Esto se afirma con frecuencia en las Sagradas Escrituras (Eccl., XVI, 15; Math., XVI, 27; Rom., II, 6). Además, cómo Soberano Legislador, Rector y Remunerador de la sociedad humana, Dios debe dar a sus leyes una sanción eficaz.

   Santo Tomás muestra muy bien (I, II, q. 87, a. 1) que quien se levanta injustamente contra el orden justamente establecido debe ser reprimido en nombre del principio mismo que se halla a la base de ese orden y vela por su mantenimiento. Es la extensión al orden moral y social de la ley natural de la acción y la reacción, según la cual la acción nociva reclama la represión que repara el daño causal. Por eso, el que obra libremente contra la voz de la conciencia merece el remordimiento, que su voz reprende; el que obra contra el orden social merece una pena infligida por el magistrado encargado de la custodia del orden social; el que obra contra la ley divina merece una pena infligida por Dios, bien en esta vida, bien en la futura. Se dan aquí tres órdenes manifiestamente subordinados.

   Dice Platón en uno de sus más bellos diálogos, el Gorgias, que la mayor desgracia de un criminal es permanecer impune, y que si él conociese su verdadero bien, diría espontáneamente a sus jueces: “Soy yo quien ha cometido este delito: infligidme la pena que he merecido, para que, con la aceptación voluntaria de la pena, pueda volver a entrar en el orden de la justicia que he violado”. Tan sublime concepción se aplica prácticamente, por modo sobrenatural, por la gracia divina en el tribunal de la Penitencia, y después en el Purgatorio, donde las almas se consideran felices pagando sus deudas con la justicia divina y expiando libremente sus culpas.

De ese modo se explican las penas de ultratumba. Pero ¿por qué han de ser eternas las del infierno?


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   Observemos primero que esta eternidad de las penas de los réprobos no puede ser apodícticamente demostrada.

   Es un misterio revelado: misterio de justicia, consecuencia de un misterio de iniquidad: el pecado mortal, no seguido de arrepentimiento. Ahora bien: los misterios de iniquidad, junto con sus consecuencias, son más oscuros que los misterios de la gracia, puesto que son oscuros en sí mismos y no sólo respecto a nosotros. Los misterios de la gracia, en cambio, son en sí mismos suficientemente luminosos, y oscuros sólo para nosotros, a causa de la debilidad de nuestro espíritu, semejante al ojo del ave nocturna cuando se coloca frente al sol. Por el contrario, los misterios de iniquidad son oscuros incluso en sí mismos, no solamente para nosotros: son las mismas tinieblas. Este es el caso, sobre todo, de la impenitencia final, de que es la consecuencia el infierno. Y como no se puede demostrar apodícticamente ni la posibilidad, ni la existencia del misterio de la Santísima Trinidad, de la Encarnación redentora, de la vida eterna, así no se puede demostrar apodícticamente la eternidad de las penas.

   Se pueden dar, sin embargo, razones de conveniencia, que constituyen argumentos probables, muy profundos y que siempre se pueden profundizar más, sin llegar nunca a transformarlos en argumentos demostrativos; al modo como, en otro orden, se pueden multiplicar los lados de un polígono inscrito en la circunferencia y, sin embargo, el polígono jamás llegaría a identificarse con la circunferencia misma.

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   Las principales razones de conveniencia de las penas son las presentadas por Santo Tomás (I, II, q. 87, a. 3 y 4), es, a saber: que el pecado mortal, sin arrepentimiento, es un desorden irreparable, y es, además, una ofensa cuya gravedad es inconmensurable.

   El pecado, dice él, merece una pena porque arruina un orden justamente establecido, y en tanto que dure este desorden el pecador merece sufrir la pena debida a la culpa. Ahora bien, este desorden es irreparable, si el principio vital del orden ha sido destruido; por ejemplo, el ojo no puede ser curado si el principio mismo de la vista está destruido, y el organismo entero es incurable cuando es herido de muerte. Ahora bien: el pecado mortal aleja al Hombre de Dios, su último fin, y le hace perder la gracia, principio y germen de la vida eterna. He ahí, por tanto, un desorden irreparable, que por su propia naturaleza dura siempre.

   Sin duda que, de hecho, por una misericordia especial, Dios levanta, a menudo, al pecador de su miseria en el curso de su vida terrena; pero si él resiste en el último momento y muere en la impenitencia final, el pecado mortal permanece en el alma como desorden habitual, que dura sin fin; y merece, por tanto, una pena que, también ella, dura siempre.

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   Una segunda razón de conveniencia de la eternidad de la pena se funda en que el pecado mortal, como ofensa a Dios, tiene una gravedad sin medida, en cuanto que niega prácticamente a Dios la dignidad infinita de Fin último y de supremo Bien del hombre: supremo bien al que antepone el pecador un bien finito, amándose a sí mismo más que a Dios, aun cuando el Altísimo sea infinitamente mejor que él. Santo Tomás, I, II, q. 87, a. 4; III, q. 1, a. 2, ad. 2; Suppl-, q. 99, a. 1.

   La ofensa es, en efecto, tanto más grave cuanto más elevada es la dignidad de la persona ofendida. Es más grave injuriar a un magistrado o a un obispo que faltar al primero con que uno se encuentra en la calle. Ahora bien: la dignidad del Bien Soberano es infinita; el pecado mortal, que niega prácticamente a Dios esta dignidad suprema, tiene, pues, como ofensa una gravedad sin límites, y para repararlo fueron precisos el acto de amor y los sufrimientos de Dios hecho hombre, el acto teándrico de una persona divina encarnada. Pero, si el beneficio inmenso de la Encarnación redentora es desconocido y despreciado, como acontece en el pecado mortal no cancelado por el arrepentimiento, entonces el pecador, por esa ofensa de una gravedad sin medida, merece una pena también sin medida; es la pena eterna del daño, o de la privación de Dios, Bien infinito: pena que, en cuanto a la duración, es también ella infinita. “No puede serlo por su intensidad, porque la criatura no es capaz de ello.” El pecador ha querido separarse definitivamente de Dios, y se verá privado de Dios eternamente.

   En cuanto al amor desordenado del bien finito antepuesto a Dios, ése merece la pena de sentido, que es finita en cuanto es privación de un bien finito; pero, según la Revelación, durará también eternamente, ya que el pecador se ha fijado en ese miserable bien para siempre y queda prisionero de su pecado y juzga siempre de acuerdo con su desdichada inclinación. Es como un hombre que ha querido arrojarse a un pozo para siempre, aun sabiendo de antemano que jamás habría de poder salir de él.
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   Se debe y se puede añadir otra razón de conveniencia por parte de Dios. Decíamos más arriba que Dios, como Soberano Legislador, Rector y Juez de vivos y muertos, se debe a sí mismo el confirmar sus leyes con una sanción eficaz. En otras palabras, Dios no puede ser impunemente despreciado por los impíos obstinados. Ahora bien: si las penas del infierno no fuesen eternas, el pecador obstinado podría perseverar en la rebelión, sin que sanción alguna reprimiese su orgullo. De ese modo, sería a su rebelión a la que competiría decir la última palabra. Como muy bien se expresa el P. Monsabré: “Trasladar al orden moral la negación de la eternidad de las penas es oscurecer la noción del bien y del mal, la cual únicamente se nos manifiesta a la luz de este terrible dogma”. Conferencias de Nuestra Señora, 1889, 98.a Conferencia.

   Por fin, si la bienaventuranza, que es la recompensa de los justos, es eterna, conviene que lo sea también el castigo de los malos. Iguales deben ser la recompensa del mérito y la pena para el pecado. Como la misericordia eterna se manifiesta sobre todo por un lado, el esplendor de la eterna justicia se manifiesta por el otro. Es lo que dice San Pablo (Rom., IX, 22): “Si Dios, queriendo mostrar su cólera (o justicia divina) y hacer conocer su poder, ha tolerado (o permitido), con gran paciencia, vasos de cólera dispuestos para la propia perdición, y si ha querido, otrosí, hacer conocer las riquezas de su gloria respecto a los vasos de misericordia que ha preparado para la gloria, ¿dónde está la justicia?” La justicia, igual que la misericordia, al ser ambas infinitas, exige manifestarse en una duración sin límites.

   Tales son las principales razones de conveniencia de este dogma revelado. Y siempre pueden ser ulteriormente profundizadas


“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”


R. Garrigou-Lagrange O.P.

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