San Miguel Arcángel pesando las almas en el Juicio Final

viernes, 16 de noviembre de 2012

La gratitud de las almas del Purgatorio



La gratitud de las almas
En el año 1827, en París, ocurrió un hecho que quedaría inscripto en el gran compendio Marveilles du Purgatoire junto a muchos otros que han mostrado esa gratitud que las benditas almas tienen hacia sus libertadores. Esta es una de las formas en que han querido ayudar a una persona que cumplió con una obra de caridad tan poco recordada hoy...


Las benditas almas del Purgatorio muestran de diferentes formas su gratitud hacia quien las ha liberado. Si recordamos que el sufrimiento más leve que se experimenta en ese lugar es enormemente mayor que el más terrible de los que se viven en la tierra, podremos darnos una idea de la deuda que se crea entre el alma liberada y su libertador. En esta oportunidad relataremos un hecho relacionado con el agradecimiento material de las almas, pero debemos recordar que siempre serán mayores los dones espirituales que nos vienen a dar, porque comprometen gracias muy superiores, y nos ayudan en nuestra salvación eterna, que es muchísimo más valiosa que los bienes de este mundo. El siguiente relato fue escrito por el Abad Postel, traductor de la obra del P. Rossignoli. Tuvo lugar en París, nos cuenta, en el año 1827, y está inserto como el número 27 de Merveilles du Purgatoire.
Una pobre sirvienta, que se había hecho una buena cristiana en su villa natal, había adoptado la piadosa práctica de mandar decir una misa cada mes por las almas sufrientes. Sus empleadores la llevaron con ellos a la capital, pero aún con el cambio ella nunca fue negligente en su compromiso, y continuó su obra de caridad hacia las benditas almas. E incluso incorporó como regla de vida el asistir al Divino Sacrificio, y unir sus oraciones a las del sacerdote, especialmente por las almas que estaban más cerca de completar su expiación. Esta era su intención ordinaria.
Dios pronto la probó con una larga enfermedad, que no sólo le ocasionaba un cruel sufrimiento, sino también le causó la pérdida de su empleo y el gasto de sus últimos recursos, y el día en que estuvo lista para dejar el hospital, se encontró con que apenas le alcanzaba el dinero para terminar de pagar.
Después de rezar una ferviente oración al Cielo, llena de confianza, fue a buscar alguna solución a su problema. Se le dijo que tal vez encontraría empleo en la casa de cierta familia, al final de la ciudad. Ella fue, y como tenía que pasar frente a la Iglesia de San Eustaquio, entró. La vista del sacerdote en el altar le recordó que ese mes había olvidado su usual Misa por los muertos, y que éste era el mismo día en que durante años ella había acostumbrado hacer su buena obra. Si ella disponía en esto su último franco, no le quedaría nada, ni siquiera para satisfacer su hambre. Tuvo entonces una lucha interior entre la devoción y la prudencia humana. Y la devoción ganó. "Después de todo", se dijo a sí misma, "el buen Dios sabe que es por Él, y ¡no me desamparará!". Entrando en la sacristía, hizo su ofrecimiento por la Misa, a la cual asistió con su usual fervor.
Unos pocos momentos después, continuó su camino, llena de ansiedad como se podrá comprender. Absolutamente destituida de bienes, ¿qué iba a hacer si no obtenía el empleo? Estaba todavía ocupada en estos pensamientos cuando un pálido joven de delgada figura y distinguido aspecto se le acercó y le dijo: "¿Estás buscando un trabajo?". "Sí, señor". "Bien, ve a tal calle y número, a la casa de Madam L. Pienso que la satisfarás y que tu también estarás satisfecha allí". Habiendo dicho estas palabras, desapareció en medio de la multitud que por allí pasaba, sin esperar recibir el agradecimiento de la pobre muchacha.
Ella encontró la calle, reconoció el número, y ascendió a los apartamentos. Una sirvienta salió cargando un equipaje bajo su brazo y pronunciando quejas. "¿Está Madame aquí?", preguntó la recién llegada. "Puede estar y puede no estar", replicó la otra. "A mí qué me importa? Madame abrirá la puerta ella misma si le place; yo no me preocuparé más por eso. Adieu!". Y dicho esto descendió la escalera.
La pobre muchacha tocó la campana con mano temblorosa, y una dulce voz la invitó a entrar. Se encontró entonces en la presencia de una anciana de apariencia venerable, que quiso saber qué la había traído hasta aquí.
"Madame", dijo la chica, "he sabido esta mañana que usted necesita una sirvienta, y vine a ofrecer mis servicios. Se me ha asegurado que me recibiría amablemente". "Oh, mi querida niña, lo que me dice es muy extraordinario. Esta mañana yo no tenía necesidad de una; fue sólo en la última media hora que tuve que echar a una insolente doméstica, y no hay otra alma en el mundo además de mí que supiera esto. ¿Quién te envió, pues?". "Fue un caballero, Madame; un joven caballero que encontré en la calle, que me paró con este propósito, y yo agradecí a Dios por esto, porque me es absolutamente necesario encontrar un lugar hoy, ya que no tengo ni un centavo en mi bolsillo".
La anciana no podía entender quién era la persona, y se había perdido en conjeturas, cuando la sirvienta, elevando sus ojos sobre el mueble del pequeño salón de entrada, percibió un portarretratos. "Espere, Madame", dijo inmediatamente, "no se preocupe usted más; esa es la imagen exacta del joven hombre que me habló. Es por él que he venido".
A estas palabras la dama profirió un sonoro gemido y pareció perder la conciencia. Le hizo repetir a la joven la historia de su devoción a las almas del Purgatorio, de la Misa matinal, y de su encuentro con el extraño, y luego se arrojó al cuello de la muchacha, la abrazó y llena de lágrimas le dijo: "Tú no serás mi sirvienta desde este momento; tú eres mi hija. Es mi hijo, mi único hijo al que viste. Murió hace dos años, y te debe su liberación, por lo que Dios lo envió para traerte aquí. No puedo dudarlo. Seas, entonces, bendita, y rezaremos continuamente a partir de ahora por todos los que sufren antes de entrar en la bienaventuranza eterna".

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